Mi nombre es Jakob Reinbold.
Cuento historias.
Sale al jardín, y sus ojos no pueden evitar dirigirse al ala este. Continúa derruida. Sin embargo, él sabe lo que ha visto. Sabe que si la linterna se apaga, volverá a ver lo mismo que la noche anterior. Esos muros volverán a levantarse sobre él, llamándole, fascinándole, atrayéndole. Sabe lo que hay tras ellos, pero aún puede resistirse a su llamada.
Protegiendo la linterna como a un recién nacido, entra en el ala oeste. El reloj de la entrada marca veinte minutos para la medianoche. De inmediato, algo en el ambiente hace que se le erice el vello. Sin embargo, no es hasta que sube al primer piso cuando se da cuenta. Los locos. Los enfermos. Sus hermanos. Sus presas.
Se han callado.
Todos. Todos y cada uno de ellos. No hay gemidos. No hay llanto. Han cesado sus interminables retahílas catatónicas, como el susurro de dientes de rata devorando el cadáver de un ahogado. Todo está en silencio. Desde el fondo de los barrotes intuye sus ojos.
Llega hasta los guardias que custodian a Mary. Les conoce, él mismo les dejó allí hace menos de doce horas. Y sin embargo, el aire ausente en su mirada le hace saber que todo va mal, antes incluso de empezar a hablar.
—Tengo que llevarme a Mary—dice. Improvisa una excusa que ni siquiera necesita.
La única respuesta que tiene es la una mirada vacía.
—No creo que sea una buena idea—dice uno de ellos. Otro lo repite. No creo que sea una buena idea. Mira a alrededor. La misma frase se oye desde el fondo del corredor. No creo que sea una buena idea. No creo. Que sea. Una buena idea. Los locos empiezan a asomarse a sus celdas. Lo repiten. El tono de su afirmación crece y reverbera en una cacofonía infernal. Sus palabras terminan convirtiéndose en gritos.
NO CREO QUE SEA UNA BUENA IDEA.
Démanest huye de allí, aterrado.
Suda, a pesar del frío. A pesar de la lluvia. Ambos, lluvia y sudor, se confunden bajo su camisa, recorriendo los arabescos de cicatrices en su piel. Las dos linternas tiemblan en su mano. No siente ninguna seguridad al tener a dos guardias a su lado. Se dirige a las ruinas.
A estas alturas se han convertido en un laberinto de piedra y lodo. Todas las vigas, todos los afilados bordes de las puertas, las paredes desvencijadas, todo se ha convertido de pronto en un arma amenazante, en unos brazos que se ciernen sobre ellos, en los dientes de un gigante enloquecido carcomidos por caries milenarias. Todo está a su alrededor y todo es una amenaza.
Encuentran su camino, casi por casualidad. La puerta está frente a ellos. La tormenta ruge sobre sus cabezas. No quiere que entren ahí. Huid. Huid. No hay nada para vosotros aquí. Sólo muerte.
Prescott entra.
Oculto tras un muro medio derruido, ve cómo los guardias se van. Cree saber dónde van. Todo sucede demasiado rápido. Necesita tiempo para pensar, para calmar el doloroso latir de su corazón en los oídos. Pero tiempo es lo único que no se concede a los condenados. Sus sentidos enloquecen cuando se acerca a la puerta. Se asoma al interior. La oscuridad acaricia su nuca con dedos de amante, revuelve sus entrañas con un frío más allá de cualquier sensación. Todos sus nervios, todos sus sentidos, le chillan, le suplican que por favor, salga de allí, que corra a esconderse, porque el baile de los secretos está llegando a su fin y allí va a suceder el penúltimo acto de esta comedia absurda y demencial.
Démanest entra.
Mary.
Es sólo una palabra. Pero de su eco, repetido entre todos los locos, haciendo germinar la semilla del pavor que hace raíz en él. Ha liberado a Michael, y ahora reconoce su error, en su sonrisa triunfante, en la expresión demente de los guardias de seguridad, de los locos. Le ha acompañado hasta el ala oeste. Ha subido las escaleras con él, hasta la celda de Mary. No sabe quién es la mujer cuyo nombre todos repiten, pero sabe una cosa. No quiere estar ahí. Suena la primera campanada. Las celdas comienzan a abrirse. Una tras otra, como accionadas por un resorte. Los barrotes que separan la locura del mundo desaparecen. Unas manos le agarran. Dedos como uñas de ave rapaz se clavan en su carne, se introducen en su boca. Le levantan del suelo. La linterna cae al suelo y, con un leve titilar, se apaga. Suena la última campanada. Ha llegado la oscuridad.
O’Connel empieza a gritar.
Los niños. Todos los recuerdos empiezan a venir a su mente. Ve el cuerpo de la niña tendido frente a él, en mitad de la hilera de prótesis colgantes. Todas oscilan a su alrededor, creando formas amenazantes. Eso le hace recordar. Le hace recordar haber ajustado engranajes como esos en los brazos de la niña. En su espalda. En su mandíbula. En su sexo. En sus escuálidas piernas. Recuerda haber atravesado la carne y el hueso de cada uno de sus dedos, controlando cuánto dolor podía causarle, cuánto podía liberar de lo que aquella misteriosa niña tenía dentro. Recuerda sus ojos suplicantes. Pero no recuerda sentir piedad. Ni remordimiento.
Es entonces cuando la niña se mueve. Primero un brazo. Después otro. Es un cadáver, se dice. Ve el cascote que la ha matado, la mancha pardusca de la sangre impregnándolo. Pero la niña se levanta, negando la evidencia de la muerte. Le mira. Y le susurra, como susurraba antes a sus locos. Todo esto es por tu culpa. Y Prescott lo sabe. Prescott sabe que es por su culpa.
Suena la última campanada.
Grita. Grita al ver a la niña. Grita al ver a los demás niños colgados en los arneses, llamando al doctor con un hilo de voz. Oye a Serena acusándole. Y comprende. Comprende sus conversaciones con el doctor, las entrevistas que tuvieron cuando él también era un loco, encerrado en una habitación acolchada. Comprende para qué ha servido todo lo que le contó al Doctor cuando les separaba el muro de la cordura. Todos han sido una pieza más del juego. Démanest grita, no sólo de terror, sino de rabia.
Suena la última campanada.
Id. Detenedlo. Detenedlo. DETENEDLO.
Los dos corren como si aún pudieran salvar su alma, esquivando escombros. Restalla un rayo, casi instantáneamente seguido por un trueno. Un árbol sale ardiendo en algún lugar de las inmediaciones. Se oye un grito. Nunca sabrán quién ha sido. Rodean el hospital, y entonces ven a los locos. La procesión de todos los reclusos de Sandburn, de los nuevos súbditos del príncipe oscuro, se dirige a rendir pleitesía a su nuevo señor. Mathew Clarke les observa desde la puerta principal, derrotado, destruido. Aún sostiene la botella y el revolver, pero no lleva linterna. Lo que está viendo en ese momento, la absoluta falta de expresión en su rostro acabado, es la cara de la locura. Démanest y Prescott corren al interior. Antes de que entren, ocurre algo que erradica cualquier esperanza de éxito que pudieran albergar.
Para de llover.
El metal se adentra en la carne. Saltan gotas de sangre que le recorren el dorso de la mano. Nota el calor. El olor le inunda la nariz, como si hubiera abierto una herida aún más grande y hubiera hundido la cara en ella. Tiene que poner toda su voluntad para no hacerlo. No dispone de ella. También tiene que resistir la llamada de Barkley.
—Va a dejarnos llegar hasta la puerta—exige, y de algún modo consigue que la voz no le tiemble—, o se acabó el pequeño doctor.
—Suéltele, Démanest—reverberan en el pasillo las palabras de Barkley, muy calmado—. Deje que venga hasta aquí.
Apoyado en la pared, con la botella medio vacía colgando apenas de dos dedos, Clarke oye las palabras de Barkley. Es imposible no oírlas, retumban en todas partes como cañonazos. El alcohol ha hecho que se doblen los bordes de su visión, una opresiva niebla que le obliga a prestar mucha atención a cada una de las palabras. Los locos que le rodean le ignoran. No tiene nada que ofrecerles. No como el doctor.
No como el doctor.
Entonces Clarke comprende. La botella cae de entre sus dedos, mientras que con la otra mano afianza la pistola. Es una posibilidad entre un millón. La borrachera y la tensión que ha estado viviendo desde hace días hacen totalmente imposible que pueda acertar. Con un suspiro, Clarke cierra un ojo. Con su último pensamiento consciente se pregunta si debería creer aún en los milagros.
El metal se adentra en la carne. Perfora el pecho, la cicatriz con forma de llave, el hueso, el pulmón. El dolor tarda en llegar, pero no es nada comparado con lo que el doctor ha experimentado con anterioridad. Lo más impresionante es la sorpresa de ver cómo estalla su propio pecho en una burbuja de sangre y trozos blancos de esternón. Démanest le deja caer. Desde el otro lado del pasillo, se oye un grito que contiene toda la rabia, el odio y la frustración del mundo. Es un grito reservado a los verdugos y a los dictadores en su última hora. Resuena por toda la Institución. Los locos caen de rodillas, se llevan las manos a los oídos y empiezan a gemir. Prescott sabe lo que debe hacer. Y ahora sabe que no queda tiempo.
Ve a Barkley. O lo que él pensaba que era Barkley. Una montaña de pliegues y pliegues de carne macilenta, oscura y coriácea, que se superponen unos a otros hasta alcanzar las dimensiones de una cabaña pequeña, incluso quizá un tractor. Ve sus ojos enrojecerse en cuanto se oye el disparo, y sabe que alguien ha hecho su última jugada. Quizá es su turno ahora.
A pesar de su volumen, la montaña de carne con la cara de Barkley incrustada en el pecho sale disparada como una avalancha hacia la puerta. Aplasta a los pobres locos que encuentra en su camino. Él, en cambio, se centra en la mesa de autopsias. Mary está allí, las piernas abiertas, la mirada extasiada, beatífica. Su vientre se ha hinchado mientras la traían hasta aquí. Ahora sí parece embarazada. Dos guardias le sujetan las piernas. Sólo falta el médico que asista el parto. Sin embargo, por la reacción de Barkley al disparo, no parece que vaya a haber ninguno.
O’Connel se prepara para hacer algo. Aún no ha decidido qué será.
Le ve. Un alud de carne y secreciones que se lanza sobre ellos por el pasillo. Su cuerpo no permite más espacio, empuja contra la pared a los locos que él mismo ha traído hasta aquí. Los estruja contra las paredes hasta que estallan como tomates, dejando un reguero de vísceras y lágrimas a su paso por todo el corredor. Démanest le ve, sí. Él también decide jugar su última carta. Cae de rodillas y, con un aullido que nada tiene de humano, libera lo que Serena ha introducido en su interior.
Con un grito fruto de la desesperación, O’Connel se lanza sobre Mary. Tiene que detenerlo. Tiene que detenerlo de alguna forma. Sin embargo, es él el detenido. Una garra se cierra sobre su garganta. Michael le mira a los ojos. Ha perdido toda apariencia angelical. Unos pequeños cuernos surgen de su frente, o eso le parece a O’Conell. Entonces cae en la cuenta de que es al revés: los cuernos han sido clavados en su cabeza. Michael le muestra una sonrisa constelada de colmillos, y empieza a apretar. El mundo se vuelve negro, más negro de lo que nunca, ni en su peor pesadilla, O’Connel llegó a temer.
Se arrastra. Sabe que nunca más volverá a estar de pie. Ya no le quedan fuerzas. El mundo entero se ha visto reducido a este infinito espacio que le separa de la puerta. A su espalda oye chillidos, la amenazante presencia de Barkley cuya sombra llega a él antes que su cuerpo, y que lucha por detenerle. Escalofríos recorren su espalda. Se ahoga. Sus piernas, ahora inútiles, sufren espasmos que anuncian lo inevitable. Llega hasta la puerta de la habitación. Oye gritar a Démanest, pero sabe que ya no es él. El calor del cuerpo de Barkley le llega en oleadas, prometiéndole una muerte lenta, mucho más lenta de la que le espera si deja que el disparo lo mate. Alcanza el pie de las escaleras.
Con un último gemido, Prescott le deja caer rodando escaleras abajo.
Mi nombre es Jakob Reinbold. Cuento historias.
Estoy contando la tuya, doctor. Tú, que has llegado con tu último aliento hasta mí. Te veo ahora, desde el otro lado, alzar tu cuerpo lleno de cicatrices, las que tú mismo te has inflingido. Me miras. Miras mi eterno libro de las historias, donde toda vuestra pesadilla ha sido registrada. Me miras. No comprendes. No tienes que comprender, te digo. Sólo tienes que decidir. Siento que mi padre se acerca. Vuelve a por mí, después de lo que sucedió en Freiburg. Pronto todo habrá acabado. Nos iremos de aquí, dejaremos que esta historia siga sin narrador.
Entonces te lo digo. Te ofrezco cambiar todo el dolor que has provocado. Te muestro tus experimentos con Serena, lo que descubriste en el interior de la niña. La puerta del dolor. Lo que la visión de este lado te hizo olvidar. Te muestro el dolor que le causaste, un dolor que apenas empezó a sugerirte Démanest en vuestras conversaciones. Te muestro cómo llamaste la atención de Barkley desde el otro lado, cómo tu ojo de espía sin invitación lo trajo aquí. Cómo Barkley y Serena lucharon por el control de Sandburn, por los cientos de almas de dementes que aquí habitan. Te enseño con un gesto todo lo que habéis vivido en este lugar entre dos mundos.
Y te ofrezco volver a empezar.
Démanest abrió los ojos. Estaba en su dormitorio. No. Con un salto de pantera se abalanzó sobre la puerta. O’Connel y Braddock también habían salido al pasillo. En sus ojos leyó la misma comprensión. No. No podían haber vuelto. No hizo falta mediar palabra alguna. Juntos fueron hacia la enfermería. El sol, en el cielo despejado, no les produjo sino un frío sudor en la espalda.
Atravesaron la puerta del hospital, apartando a empujones a guardias y enfermeras. No podía empezar todo de nuevo. Subieron las escaleras. Tenían que detenerle. Se lanzaron sobre la puerta. No podía volver a suceder todo aquello. NO. OTRA VEZ NO.
El doctor Prescott volvió la cabeza hacia ellos.
—Buenos días, caballeros.
La niña. Serena. Estaba allí. Prescott acababa de quitarle la prótesis que se cernía en su brazo derecho. Con un cuidado casi paternal, estaba vendando las heridas de la pequeña. Intercambiaron una mirada, confusos.
Démanest se acercó a una mesa con instrumental. Alargó la mano y asió un bisturí.
—Esto no va a volver a empezar—afirmó. O’Connel se situó a su lado, la determinación marcada en el rostro. La niña empezó a gimotear.
Prescott negó con la cabeza.
—Por supuesto que no. No permitiré que el infierno vuelva a apoderarse de Sandburn.
—Entonces—dijo O’Connel—… ¿hemos vuelto?
Prescott abrió la boca para contestar, pero se percató de que Serena tiraba de su bata con sus deditos maltrechos.
—Doctor—dijo, con un hilo de voz—. ¿Va a dejar que el hombre malo me haga daño?
—No, pequeña—le dijo, sujetando con delicadeza la mano de la niña—. Nadie te va a hacer daño.
—¿No dejará que me lleve?
—Nadie te llevará, Serena. No nos iremos a ningún lugar—le aseguró.
Entonces los dedos de la niña se cerraron sobre la mano de Prescott. El doctor sintió estupefacto cómo se rompían los huesos de su mano, mientras contemplaba la expresión de pura maldad tatuada en la cara de Serena.
—Ya está en otro lugar, Doctor.
Sonó un trueno. La lluvia empezó a caer sobre Sandburn.
La princesa volvía a reinar en sus tierras.
Joder picha, lo único que puedo decir es 'impresionante'. De las mejores partidas de rol que he jugado en mi vida. J, eres un master como master!
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